5 de abril de 2020

lo que queda atrás

Esta extensa obra está principalmente destinada a los historiadores: estudiantes, profesores o investigadores que se ocupan de cuestiones afines. En cualquier caso, no está destinada a poetas. Los poetas no suelen sacar mucho provecho de lecturas como esta. Quiero decir que algo sacan, pero no eso que el sabio autor había proyectado. Todo lo que diré a partir de este instante no será, así pues, una valoración de la obra anteriormente mencionada, sino una explicación de por qué soy incapaz de valorarla. El poeta, con independencia del grado de educación, edad, sexo y aficiones, es y siempre será en lo más ignoto de su propia naturaleza un heredero espiritual de las comunidades primitivas. La interpretación científica del mundo no le produce una gran impresión. Es un animista y un fetichista que cree en los poderes secretos que dormitan en todas las cosas, y está convencido de que con la diestra ayuda de las buenas palabras es capaz de despertarlos. El poeta puede llegar incluso a tener siete brillantes títulos, pero en el momento en el que se sienta para escribir un poema, el uniforme del racionalismo comienza a punzarle bajo las axilas. Se menea y jadea, desabrocha un botón, y luego otro, hasta que, finalmente, sale por completo de su trajecito revelándose ante todos como un salvaje desnudo que lleva un anillo en la nariz. Eso es, un salvaje, porque ¿de qué otra manera llamarías a un individuo que habla en verso a los muertos y a los no natos, a los árboles, a los pájaros, e incluso a la lámpara y a los pies de la mesa sin considerarlo un completo idiota? ¿Qué puede extraer un poeta de las ciencias naturales? Los zoólogos se desviven para que entendamos que un caballo es un caballo y que una gallina es una gallina, y que sus reacciones psíquicas no pueden ser explicadas por medio de una analogía con la psique humana. Dado que aún no han conseguido inventar los términos apropiados para subrayar convenientemente esa diferencia, utilizan las comillas. Así pues, el animal no piensa, solo «piensa», no decide, solo «decide», etc. El poeta es un ser tan retrógrado que no entiende nada de esto. Mostradme uno solo que, al escribir sobre su propio perro, emplee esas comillas preventivas. El perro del poeta es inteligente, como «inteligentes» son aquellos que no comparten esa opinión. Pero volvamos al asunto de la historia después de esta, un tanto larga, introducción. El retraso del poeta en este campo es igualmente comprometedor. El pasado sigue siendo para él un cuento de guerras e individuos concretos. En cambio, para los historiadores actuales, en particular para esos que se ocupan de construir grandes síntesis, las guerras y los individuos tienen un significado, como mínimo, secundario. Para ellos, el verdadero motor de la historia son los medios de producción, las condiciones de la propiedad y el clima. Los acontecimientos esporádicos no desempeñan un papel decisivo en el proceso histórico. Pueden incluso llegar a omitirlos, o presentarlos de tal manera que no desvíen la atención del lector de los asuntos realmente importantes. En estos casos, hay frases especialmente diseñadas que les ayudan a cumplir ese cometido de dar lustre: «la obtención de la supremacía», «la pérdida de la dominación», «la represión de las tendencias separatistas», o «el repentino frenazo en el desarrollo»... De ninguna de esas palabras chorrea sangre o escapan las chispas de los incendios. Han dejado de ser ataques a traición, matanzas, violaciones, emboscadas o persecuciones; ahora solo son un país X «que se encuentra al alcance de los invasores extranjeros» o, mejor, «de unos forasteros», o aún mejor, «al alcance de una cultura Y». El idioma de los historiadores anhela la abstracción y, en gran medida, la ha alcanzado. Cuando habla de «los movimientos migratorios», una necesita verdaderamente de un don para adivinar si se refiere a un tranquilo asentamiento en unos nuevos territorios o a la huida desesperada de alguna tribu provocada por el empuje de otra. Por desgracia, el poeta sigue pensando en imágenes. Al leer que, por ejemplo, los planes económicos «entraron en pugna con los intereses de los vecinos», inmediatamente ve cabezas cortadas amontonadas dentro de canastos de mimbres. Además, el instinto común a todos los seres primitivos le susurra que esos canastos fueron confeccionados por unos esclavos ciegos que fueron capturados y privados de la vista durante un «conflicto» anterior. Es evidente que cuanto más alejadas en el tiempo están las materias a debate, tanto más fácil resulta para los historiadores alcanzar ese estilo inmaculado y estéril. El historiador pasa tranquilamente las hojas de Gilgamesh, la más antigua epopeya de la humanidad, inmediatamente, encuentra en ella eso que necesita, es decir, «uno de los testimonios más tempranos de la formación de la base social del poder estatal». El poeta es incapaz de deleitarse con el poema por ese motivo. La epopeya de Gilgamesh podría perfectamente no existir para él si únicamente contuviese esa información. Pero existe porque su personaje principal llora la muerte de un amigo. Un simple individuo eleva su lamento sobre el desdichado sino de otro simple individuo. Para el poeta, este es un hecho histórico de una importancia tal que ni siquiera debería pasar inadvertido en los volúmenes de historia más sucintos. Pero, como digo, el poeta no aguanta el paso y se queda atrás. En su defensa solamente puede decirse que siempre hace falta que alguien se quede atrás. Aunque solo sea para ir recogiendo todo aquello que ha sido pisoteado y olvidado por el desfile triunfal de las leyes objetivas.

La historia de Oriente Próximo en la antigüedad, Julia Zabłocka, Wrocław, Ossolineum, 1982, en Lecturas no obligatorias: Prosas de Wisława Szymborska, 1992
 Prosas reunidas. Traducción de Manel Bellmunt. Ediciones Afabia, 2009.
ISBN: 978-84-937348-4-8